Universidad, palabra y ciudadanía

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Por Salomón Lerner

Sabemos que entre los grandes  enemigos de la democracia y de la salud de la cosa pública se hallan  los fenómenos de la corrupción y  el de la seguridad ciudadana.  Previas a esas patologías sociales y a otras igualmente nocivas hay una mayor que, justamente,  contribuye a que padezcamos esos males. Se trata, a mi juicio, de lo que podríamos llamar “la degradación del lenguaje”, fenómeno que se presenta como reto que desafía a la educación en general y a la universitaria de modo más preciso.  Ello porque en tanto institución comprometida con la ciudadanía la universidad debe ser vigilante continua  del poder comunicante y de la misión ética que encierra la palabra. Antes que educar profesionales, antes que dar títulos a ingenieros, abogados o economistas, la universidad forma personas y la persona es el individuo trasladado hacia la plenitud de su identidad, reconocida por otros y por sí misma dentro de una comunidad de sentido.

Por desgracia, en las sociedades de nuestra región es cada vez más ostensible el deterioro de la palabra, tanto en los espacios de la vida pública como en los usos cotidianos de la cultura. No creo exagerar si afirmo que se va imponiendo entre nosotros –en mayor o en menor medida– lo que podríamos llamar la insignificancia: pérdida del sentido, incomunicación, desapercibimiento de los compromisos que contraemos al dar nuestra palabra como autoridades o como ciudadanos corrientes, sordera ante la interpelación de los demás y sobre todo ante el clamor de los desposeídos o los excluidos, complacencia en el debate estéril, concentrado más en la interjección y el apóstrofe, acaso en la salida ingeniosa, que en el argumento y la demostración.

Es en esa insignificancia donde hay que buscar, pues, los más graves obstáculos para el avance de nuestras sociedades. Ahí se podría encontrar, por lo pronto, la raíz de nuestra por lo común atribulada y frustrante pugna por el desarrollo, lucha angustiosa y al mismo tiempo inconducente por la falta de entendimiento de nuestras comunidades políticas y la consiguiente ausencia de metas claras, aceptadas y queridas por electores y autoridades. Arruinado el diálogo cívico, nuestros canales para tomar decisiones públicas claras resultan, en efecto, precarios y, sobre todo, equívocos, es decir, remitentes no a uno sino a varios sentidos posibles, según la interpretación de cada quien, y por lo tanto, inútiles para la formación del consenso y para la unión de fuerzas y voluntades.

Quizá pensando en lo anterior fue que Octavio Paz escribió en El arco y la lira que “todo periodo de crisis se inicia o coincide con una crisis del lenguaje”, para agregar líneas más adelante que “no sabemos dónde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro”.

Frente a esa realidad vaciada de contenido, frente a la amenaza siempre vigente de la insignificancia, la universidad debe actuar en todo tiempo y en toda sociedad como el reducto y la fuente de la palabra con sentido. La discusión y la reflexión, el atesoramiento y la transmisión del saber, la construcción de puentes entre la meditación detenida y la acción que avanza están en su naturaleza desde siempre y siendo fiel a esa naturaleza una universidad es, también, leal con las sociedades que las albergan.

Fuente: La República

Categoría: Noticias, Política