Raúl García Zárate: el legado de un maestro

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Siempre he sentido una suerte de sospecha o incomodidad frente a términos como música andina. Cualquiera que haya ingresado aunque sea tímidamente dentro de ese universo musical habrá podido reparar que una huaylashada, una huaylilla o una pandilla tiene tantas cosas en común como aquellas que las diferencian. El origen mismo de ese apelativo encierra una buena parte de nuestros prejuicios y nuestras diferencias como sociedad. No obstante, este término se ha convertido a la vez –y después de muchas batallas—en un símbolo de resistencia, de unidad, entre un conjunto de sujetos y de manifestaciones culturales que tradicionalmente han estado marcados por el doloroso signo de la discriminación.

Uno de los artífices de esa resistencia y del conjunto de negociaciones que hizo de esa música andina un objeto capaz de remontar sus espacios tradicionales fue Raúl García Zárate. No es que antes no hubiese habido intentos en esa dirección. Ya desde el gobierno de Leguía, personajes como el mítico Estanislao Medina abandonaron ocasionalmente los conjuntos típicos con los que se interpretaba esa música y se adentraron en los teatros de las élites para presentar arreglos de viejos huaynos y de otras formas musicales menos conocidas por los limeños. Sin embargo, quizás hasta la aparición del disco Ayacucho  de García Zárate, los prejuicios depositados sobre la música andina seguían rozagantes.

García Zárate logró en ese disco y en los que vendrían luego hallar un formato capaz de subyugar a aquellos que antes habían mirado la música andina, particularmente la del sur del Perú, con desdén, incluso con desprecio. No fue el primero en elaborar cuidadosos arreglos de música tradicional para guitarra solista, pero su performance más próxima al concertista de guitarra clásica lo recubrió de una solemnidad que le permitió no solo presentar su arte en el extranjero, sino lo que era más difícil aún frente a los limeños en auditorios que estuvieron reservados por mucho tiempo solo para la música académica. Verlo entrar al escenario y quitarse los guantes con los que cuidaba sus manos lo asemejaba más a un Andrés Segovia que a la imagen que nuestras élites tenían de un músico popular ayacuchano.

Para algunos, esto representaba un divorcio frente a las formas musicales vigentes en el mundo popular de los andes peruanos donde, desde la aparición de la chicha y más tarde de la tecnocumbia, la sonoridad de la música ‘más tradicional’ se había ya transformado y había adaptado elementos de la instrumentación o sonidos propios de los géneros surgidos de la hibridación urbana. Pero no nos engañemos, como ellos, el arte de García Zárate era también el resultado de esa negociación silente, no pactada que permitía a la música andina presentarse bajo los ropajes que el mundo urbano limeño le reclamaba. Si el huayno ‘achichado’ representaba la modernidad, la guitarra solista de García Zárate se inscribía dentro de ese otro valor tan querido por nuestras élites: la decencia. García Zárate tocaba –para los oídos  del outsider— una música ‘decente’.

No obstante, el valor de García Zárate, no está solo en sus arreglos, en su performanceSu valor verdadero es el de haber allanado el terreno para que esos mismos escenarios fuesen luego el lugar de acogida de numerosos músicos andinos cuyas representaciones se alejaban de aquella ‘elegancia’ atribuida a García Zárate y que podían hacer que los teatros se pusieran de pie y bailaran, que las butacas estorbaran y que el silencio y el aplauso aprendido tras cada movimiento no resistieran la algarabía de un público vibrante y emocionado.

Fuente: PuntoEdu

Categoría: Cultura, Noticias