Los retos frente a los derechos de la población originaria o indígena del Perú
Por Antonio Peña Jumpa*
17 de agosto, 2014.- El 40 por ciento de la población peruana puede ser identificada como población originaria o indígena. Las comunidades andinas y amazónicas, incluyendo sus migrantes intrarregionales y las masas de inmigrantes quechuas, aymaras, asháninkas, aguarunas, shipibos, kandozis, shapras, entre otros, que han poblado las grandes ciudades costeñas como Lima, Arequipa, Trujillo, Chiclayo, Ica, Tacna o Chimbote, constituyen la mejor muestra de esa afirmación. Pero a ese porcentaje hay que sumar al menos un 20 por ciento adicional integrado por los descendientes directos de inmigrantes de generaciones pasadas. De ahí que no sea una sorpresa saber, por ejemplo, que Lima sea la ciudad con el mayor número de quechua hablantes del Perú.
¿Cuánto de esa población originaria o indígena se encuentra representada en el poder político y económico de nuestro país? ¿Cuántos de sus derechos colectivos han sido materializados en estos años de democracia y crecimiento económico del Perú? Muy poco
Sin embargo, ¿Cuánto de esa población originaria o indígena se encuentra representada en el poder político y económico de nuestro país? ¿Cuántos de sus derechos colectivos han sido materializados en estos años de democracia y crecimiento económico del Perú? Muy poco. Basta leer la prensa escrita del día 9 de agosto del 2014 para apreciar que ninguna de los medios de comunicación importantes destaca entre sus titulares o noticias el aniversario por el “día internacional de los Pueblos Indígenas” establecido desde el año 1994 por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Ellos pertenecen aún a una población invisible que si bien sus miembros se encuentran en todas las actividades políticas, económicas, sociales, culturales de la sociedad peruana, tal presencia no es efectiva o decisoria. Su riqueza arqueológica, costumbres, lenguas o historia son tomadas instrumentalmente pero sin valorarlas como fuente de riqueza permanente, razón de vida o propio beneficio de esa población en nuestro territorio.
Nunca ha sido política del Poder Ejecutivo o Legislativo que las comunidades campesinas o andinas, por ejemplo, pueden administrar, a partir de su propia organización comunitaria, sus propios recursos materiales (como los de la agricultura y la minería) y los aportes económicos que reciben del Estado (como los que corresponden a los servicios de salud, educación y justicia).
El Estado y la sociedad republicana siguen copiando y aplicando formas de organización política adversas o extrañas, sin revalorar instituciones como el Ayni (contrato familiar o de acción privada aún vigente en gran parte de esa población) o la Minka (contrato colectivo o de acción social vigente en la misma población) que hacen posible la agricultura, ganadería, construcción de viviendas, vías, escuelas, canales de riego, entre otras actividades y obras que son fuente de trabajo y efectiva participación honesta en dichas comunidades.
En el mismo sentido, instituciones como la justicia comunal o la jurisdicción especial de comunidades campesinas y nativas (poblaciones originarias o indígenas), con el apoyo de rondas campesinas (artículos 149º de la Constitución Política del Perú), son omitidas, interrumpidas o simplemente utilizadas por la jurisdicción ordinaria del Poder Judicial y el Ministerio Público, sin valorar su efectiva presencia histórica expresada a través de la gran aceptación en su población y la gran ayuda que brindan a los propios órganos oficiales al descongestionar su carga procesal. Con un nivel de aceptación que puede llegar a superar el 90 por ciento de su población, en experiencias como Puno (1991, 1998, 2004) o Amazonas (2009), esta forma comunitaria de justicia se presenta como una gran alternativa a cualquier reforma judicial, focalizada particularmente, en su austera autonomía presupuestaria.
Más allá de errores, deficiencias o abusos que puedan ocurrir entre los miembros de esta población originaria o indígena, su organización comunitaria y su justicia comunal ofrecen mayores ventajas.
¿Por qué no revalorar y dar un efectivo apoyo a estas formas tradicionales de gobierno y resolución de conflictos de la población originaria o indígena de nuestro país? ¿Por qué no les damos la oportunidad de participación presupuestaria autónoma a través de sus relaciones comunitarias o derechos colectivos dentro del propósito de replantear la distribución del poder económico y político de nuestro país?
Más allá de un nuevo aniversario por el día internacional de los pueblos originarios o indígenas de nuestro país, cabe reflexionar sobre el reto que le corresponde al presente gobierno central, pero también a los gobiernos locales y regionales, y a los empresarios nacionales y extranjeros. No basta una inclusión meramente formal, con efímeros proyectos de responsabilidad social, subsidios o pensiones irrisorias. Tengamos en cuenta que hay miles de personas de dichos pueblos que son “no contactadas” o en aislamiento voluntario y otras miles de personas que sufren por enfermedades ajenas a ellos como la hepatitis b, la tuberculosis o la neumonía.
Si creemos en el desarrollo humano y económico de todos, la acción social sobre esa realidad compleja de nuestra población originaria o indígena es prioritaria. Pero no solo es urgente la transformación de nuestras instituciones políticas y económicas, sino que se requiere ante todo de la comprensión y percepción absoluta por la equidad en nuestras autoridades, empresarios y sociedad en general.
*Profesor principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Abogado, Magister en Ciencias Sociales, PhD. in Laws.