Las muertas invisibles
Apenas hemos rascado la superficie de la violencia contra la mujer.
Por Raúl Tola
Los casos de Lady Guillén y Arlette Contreras, golpeadas sin piedad por sus parejas, agravados por el comportamiento desalmado del Poder Judicial, que en lugar de ampararlas dejó en libertad a sus agresores, a pesar de las contundentes evidencias en su contra, han desatado una comprensible oleada de indignación ciudadana, que se traducirá en la marcha Ni Una Menos, de este sábado 13 de agosto.
También han ocasionado un desembalse de denuncias de maltratos físicos o psicológicos. Aprovechando su condición, muchas figuras públicas han tenido el valor de revelar experiencias traumáticas, que han servido para comprender hasta dónde está extendido el fenómeno de la violencia contra la mujer en el Perú. Todo este tiempo hemos vivido como si nada ocurriera, mientras una verdadero genocidio ocurría bajo nuestras narices.
Las estadísticas son abrumadoras. Un informe de la OMS reveló que el Perú ocupa el tercer lugar en el mundo de mujeres que sufren violencia sexual por parte de sus parejas. Todos los días se cuentan 16 violaciones, y al menos una mujer resulta golpeada o asesinada. Las violaciones suelen ocurrir dentro del ámbito familiar o vecinal, no se presentan aisladas y la mayoría de víctimas tienen entre 12 y 17 años. Solo el 48% son denunciadas, el 86% de forma tardía y el 90% quedan impunes.
¿Cómo pudimos llegar a este extremo? ¿Cómo pudo pasar desapercibida la dimensión real de este verdadero genocidio de madres, hermanas e hijas? Muy sencillo. Vivimos en un país donde agraviar o menospreciar a las mujeres ha sido tan normal que nunca se lo consideró malo, censurable e incluso punible. ¿Cuántas esposas conocemos que soportan humillaciones diarias de sus maridos, sin que las asumamos como tales? ¿Cuántas veces oímos un piropo procaz y nos reímos pensando que era gracioso, atrevido, criollo? ¿O repetimos frases como «Así manejan las mujeres», «Lloras como una mujer» o «Las mujeres, a la cocina»?
A muchas personas les han sorprendido la abundancia de denuncias y las miran con sospecha, o se escandalizan cuando usando una hipérbole alguien dice que somos un país de violadores. Piensan que detrás hay un afán de figuración o propaganda, algo de deshonestidad, quizá incluso un exceso de susceptibilidad. No se dan cuenta de que incurren en el mismo defecto que ocasionó esta perversa realidad (la incapacidad de ser empático, de ponerse en los pies del otro), que ocasionó tantísimas víctimas invisibles y cuya superficie recién empezamos a escarbar.
Fuente: La República