Henry Pease: un constructor
Por Jorge Nieto Montesinos*
Lo conocí como profesor en la Universidad Católica, donde enseñaba unos cursos que a mí no me entusiasmaban mucho. Su gusto por la discusión nos acercó. A veces, la confianza llevaba el debate a los bordes de la aspereza. Entonces él resolvía todo con una broma apaciguadora y desarmante que inevitablemente concluía en esa sonrisa de niño que tanto le ayudó a construir aliados o amigos que, para el caso, parecían ser casi lo mismo.
Luego, él organizó en DESCO un taller de análisis de la izquierda. Y me pidió que lo coordinara. Supongo que lo hizo porque ya sabía de mis desazones con el universo cultural de la izquierda militante. Yo era en aquel momento dirigente de un pequeño partido radical que junto a otros fundó la Unidad Democrática Popular, el antecedente inmediato de Izquierda Unida, en ambos casos, con Alfonso Barrantes Lingán de presidente. La distancia entre lo que pensábamos que debía ocurrir y lo que ocurría en realidad era abismal, por lo menos para mí. Necesitaba entender. La propuesta me cayó a pelo y la tomé.
La derrota electoral que habíamos sufrido en 1980 me llevó a una reflexión solitaria que no encontró punto de retorno. En las discusiones de ese taller encontré algo de compañía. De allí salió mi primer libro, Izquierda y Democracia en el Perú, que él hizo publicar en DESCO. Para mí fue el balance de 10 años de vida partidaria. Si pensaba dejarla, como después hice, me parecía responsable dejar mis razones, especialmente a los pocos que había dirigido. Pero si para mí fue despedida, para él fue inicio. Él, que venía del entorno católico de la Democracia Cristiana, aprovechó el taller para conocer en detalle –y cultivar– el terreno difícil de los partidos de la izquierda marxista en el que se desplegaría luego, como era su costumbre, como un tractor. Poco después llegaría a la Municipalidad de Lima como el segundo de Alfonso e inició, con él, el estatuto de los “independientes”. Y puso lo suyo: gerencia política. No gerencia, sino gerencia política, algo muy escaso en esta época, como puede fácilmente apreciarse por doquier.
En esos años lo vi poco. La maestría que él me empujó a estudiar firmando una de las cartas de recomendación me mantuvo fuera del país. A mi regreso, volvimos a coincidir en una izquierda a la que ya le habían crecido dos alas, una democrática y una violentista, que pronto dieron en alebrarse, sin emprender vuelo nunca. Por ser fiel al proceso organizativo que presidió, él, que sabía de la democracia como horizonte utópico, terminó del lado en que él terminó. Pero su mejor yo estaba aún por venir. El parlamentario opositor, el parlamentario oficialista, el presidente del Congreso. Tareas que exigían voluntad y esfuerzo infatigables tras objetivos definidos. Entereza. Él tenía todo eso. Él era eso. Lauer, Álvarez, Tafur, Fowks lo han dibujado bien en ese período.
La última vez que lo vi, el helado tintineo de su whisky vespertino acompañaba el anuncio de nuevos planes para su pasión más reciente, su Escuela de Gobierno. Con su muerte, la república, esa que a veces existe gracias a gente como él, ha perdido a uno de los suyos. Ética y política, acción y reflexión, reunidas. No era un héroe, era algo mejor: un ciudadano comprometido, un constructor. Lo vamos a extrañar. Seguro.
*Sociólogo, ex presidente de la FEPUC
Fuente: la República