Alberto Flores Galindo, 25 años

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Por Nelson Manrique

A inicios de febrero de 1989 Alberto Flores Galindo –Tito, para sus amigos– sufrió un sorpresivo desmayo. Internado y luego de un conjunto de análisis recibió un diagnóstico desolador: su cerebro estaba atacado por un glioblastoma multiforme, un tipo de tumor maligno sumamente agresivo en una ubicación que hacía imposible extirparlo.

Como narraría en “Reencontremos la dimensión utópica”, su carta de despedida, Tito no recibió ningún apoyo del seguro social y de las instituciones del estado. Fue una impresionante cadena de solidaridad en el Perú y en el extranjero, que se armó en pocas semanas y en la que intervinieron sus amigos y también muchas personas que no lo conocían personalmente, la que permitió que ese año pudiera viajar hasta en dos oportunidades a Estados Unidos para tratarse. “Hubo desde quienes aportaron muy elevadas cantidades, escribió, hasta quienes las monedas que tenían en el bolsillo. Otros, sus visitas. Algunos sus palabras. Estuvieron también esos niños a quienes se les ocurrió llegar con sus propinas (…) Lo más movilizador fue la amistad”.

El Perú estaba devastado por la guerra de Sendero Luminoso y el colapso económico creado por el primer gobierno de Alan García. Eso conmovía aún más a Tito: “En estos momentos en el Perú cuando todo parece derrumbarse, cariño y solidaridad me mostraron otros rostros del país (…) He debido rectificarme, dejar a un lado mi habitual pesimismo. Descubrir la fuerza de la solidaridad”.

A sus 39 años Tito tenía una impresionante producción intelectual en su haber. Ocho libros de altísima calidad, el último de los cuales, Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes, ganó primero el premio Casa de las Américas de Cuba y luego el Lawrence Harding, un premio que concede la academia norteamericana cada cinco años a la obra que mejor ha ayudado a entender a América Latina. A eso se añadía una enorme cantidad de ensayos, artículos periodísticos, entrevistas, etc., recogidos póstumamente en sus Obras Completas, aparte de su generoso apoyo a los proyectos de investigación de terceros, en unos casos sus estudiantes (fue el asesor de mi tesis de maestría) y en muchos otros de personas que se acercaban con sus modestos proyectos para pedir ayuda.

Tito era, asimismo, una persona profundamente comprometida. Tuvo una breve militancia en el MIR hacia 1971, antes de viajar a hacer sus estudios de doctorado en Francia, y luego se mantuvo como un izquierdista independiente, con una cercana amistad con la gente de Vanguardia Revolucionaria.

En 1986 fue el principal promotor de la creación de Sur, Casa de Estudios del Socialismo, un proyecto político intelectual formado por gente que quería aportar a la izquierda, pero al mismo tiempo no quería verse envuelta en las luchas de poder que se habían desatado en torno a los cargos de la por entonces poderosa Izquierda Unida. Sur fue concebida como un espacio de encuentro y debate y tenía entre sus integrantes a militantes de partidos e independientes. La revista institucional Márgenes fue un importante referente político académico de la generación del 68 (Tito bautizó a la generación) y llegó al número 17.

Tito tenía la ilusión de contar con dos años más de vida para poder terminar el que consideraba era su proyecto más importante: una biografía de José María Arguedas, que estaba convencido de que aportaría claves fundamentales para entender el Perú del siglo XX. Pero la enfermedad avanzaba inexorablemente y sus facultades mentales iban deteriorándose con rapidez. Inició entonces la redacción de “Reencontremos la dimensión utópica”, un proyecto titánico porque día a día iba perdiendo el acceso a la que había sido su herramienta privilegiada: el lenguaje. Durante las últimas semanas Cecilia, su esposa, iba adivinando las palabras que Tito ya no podía articular, pero que reconocía cuando se las enunciaban.

La última vez que pudimos conversar fue en noviembre de 1989. Acababa de caer el muro de Berlín, la revolución sandinista estaba empantanada y algo similar sucedía con los intentos revolucionarios en Guatemala y El Salvador. En esas circunstancias consideró fundamental reafirmarse en sus convicciones fundamentales: “Aunque muchos de mis amigos ya no piensen como antes, yo por el contrario, pienso que todavía siguen vigentes los ideales que originaron al socialismo: la justicia, la libertad, los hombres”. Su exigencia fundamental a la gente de izquierda, y especialmente a los jóvenes, fue no imitar, ser creativos, liberar la imaginación, abrir nuevos caminos.

Durante los meses siguientes fue perdiendo sus facultades motoras y sensoriales. Luego sobrevino la inconsciencia y después el final, el 26 de marzo de 1990, hace 25 años. Pero sigue presente.

Fuente: La República

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