El racismo que nos separa
Escribe Marco Avilés
El autor de «No soy tu cholo» plantea una réplica al discurso tolerante sobre la película de «La Paisaja Jacinta». El tema no es sobre la libertad de expresión -señala-. Es sobre racismo.
Hay un compañero en mi equipo de fútbol que se ha mal acostumbrado a gritarme durante cada partido. La historia ocurre en inglés y en Maine, donde vivo:
-Oye, corre, pues, correeee.
-Te estoy hablando a ti. A ti. A tiii. Marcoooo. Volteaaaa.
-¿Dónde estás jugando? Quiero que me digas dónde juegas.
El espectáculo dura toda la hora, y por más que intento detenerlo -ya, tranquilo, grítale a los rivales, hermano- , el tipo sigue y sigue como si yo fuera su obsesión. Al menos así fue hasta anoche, en el quinto partido, cuando decidí preguntarle por qué lo hacía. Esta vez sus gritos me habían puesto muy tenso, y no me permitían disfrutar el juego. Sentía esa vergüenza escénica típica del bullying escolar. Y hasta podía escuchar comentarios y risitas en el resto del equipo.
Antes de hablar con W. como se llama el gritón, decidí cerciorarme de que yo no estaba loco y exagerando, y consulté con otros dos colegas. ¿Por qué crees que me grita todo el rato?, le pregunté a R, un amigo abogado que juega de defensa y que es el capitán en la cancha.
-No lo sé. Lo he escuchado pero no se me ocurre cómo detenerlo –me dijo.
Luego fui donde S, un mediocampista que es doctor en literatura y profesor en la universidad.
-¿Has visto que se la pasa gritándome? –le pregunté.
-No le hagas caso. Es un pesado.
Bingo. Yo no estaba loco. Teníamos un problema.
W. estaba cambiándose las zapatillas. Es un tipo atlético, calvo, con aretes y tatuajes y corre toda la cancha como un conejo. Es todo ganas. El típico mainer de clase trabajadora que aprendió a jugar soccer tarde en la vida y que compensa la carencia técnica con su exuberancia física.
-Hey, W. -le dije a mi verdugo-. No me gusta la energía entre tú y yo. Te la pasas gritándome durante todo el juego. En el equipo somos 14. ¿Te puedo preguntar por qué no le gritas a nadie más? ¿Es algo personal?
En efecto, en el equipo somos 14 y solo dos no somos blancos. Mi pregunta no era inocente.
-¿Gritar? Solo te he gritado una vez y era porque no me escuchabas.
Esperaba una explicación más valiente, no una negación de lo que varios habíamos visto y escuchado.
-Te has acostumbrado a gritarme, man. Desde el primer partido. Explícame.
-Solo te he gritado una vez. Y es porque no escuchas.
Para entonces, estábamos parados muy cerca, en esa posición de animales que se estudian. Los otros dos compañeros, R y S, se acercaron para interponerse. Ahora W. les hablaba como si yo no estuviera allí.
-Es que no corre. Le digo que corra y no corre.
-Es que no tiene que correr –S intentó razonar–. Todos tenemos diferentes formas de jugar. Esto es como el ajedrez y no vas a poner a todos a hacer trabajo de peones o de reyes.
-Pero entonces que no estorbe.
Era ridículo. En lugar de decirme todo eso a la cara, W. prefería decírselo a otros. Como si él fuese el mejor jugador. A pesar de su despliegue físico, él tiene dos pequeños problemas: sus piernas. Cuando quiere dar un pase, parece como si se hubiera puesto las zapatillas al revés y la pelota va a cualquier lugar menos al que debe ir. Yo estaba tan encabronado en ese momento que cometí el peor error.
-Tú no tienes talento –le dije- pero yo no estoy jodiéndote todo el tiempo.
Lo dije fuerte y otros jugadores volvieron a mirar. W. se puso rojo de ira. Pensé que lo que venía a continuación era el puñete de rigor. Pero se alejó unos pasos y gritó sacando el dedo medio como un clavo.
-Fuck you -gritó-. Fuck youuuuu.
Y así se marchó. Me equivoqué al resaltar sus carencias, pues, en lugar de entendernos, él se puso a la defensiva, y se encerró en esa esquina donde todos estamos seguros de que tenemos la razón incluso cuando no la tenemos. Mis compañeros trataron de calmarme. Mañana ya no te gritará, me decían. No le sigas el juego.
Llegué a casa un rato después, me quité las zapatillas y abrí una cerveza en la oscuridad de la sala. Mi esposa sintió la tensión que traía conmigo, y salió a verme. Antes de que le contase nada, me entregó un libro que acababa de comprar. Esa coincidencia mágica le da contexto a esta historia.
No es la primera vez que llego a casa cargado de frustración por algún episodio donde mi piel (marrón) o mi origen (latino, cholo) crean conflictos espontáneos. Por lo general, los conflictos son con personas blancas que no pueden esconder sus sentimientos e ideas y que los demuestran de la manera más inesperada. La enfermera que no me responde el saludo y me habla con frialdad castrense mientras les sonríe a los otros pacientes. La chica que me grita en la calle que me largue a mi país. Los señores en la gasolinera que hablan del muro cuando me ven por allí. El vecino que me pregunta si tengo mis papeles en regla. El esquema es claro. Ser blanco es estar arriba de quien no lo es. El gritón W. me lo estaba haciendo recordar.
El racismo que experimento y atestiguo no se compara en nada con lo que padecen los negros y los latinos menos privilegiados. Al menos yo sé inglés y puedo defenderme. Muchas personas a las que sirvo como intérprete, no tienen esta arma de su lado. Hace unas semanas, una granjera mexicana y su hijo esperaban en el consultorio de un médico. Un anciano enorme se sentó frente a ellos y durante largo rato miró al niño con un asco inexplicable, como si fuese una bolsa de basura. Ella no le dijo nada. No podía decir nada. Miraba el suelo, como si fuese culpable de algo.
Mi esposa escuchó mi historia y encendió una vela para que la luz tenue bajara mis revoluciones. Para mi desgracia, entré a Facebook, me teletransporté al Perú.
* * *
Mira –me decía un amigo escritor por el chat–. Aquí no hay un aliado.
Y adjuntaba esta columna:
Renato dice sobre aquella película:
“Ni el personaje ni sus tramas consiguen transmitirme emociones. Prefiero mil veces invertir mi tiempo y dinero en otra clase de ficciones. Pero jamás saldría a la calle a pedir su retiro de los cines”.
Y le creo. Para salir a las calles a pedir algo así, el racismo te tiene que haber tocado a un nivel profundo, en la carne, en el espíritu, en el orgullo. En ese nivel en que te sientes vulnerable, un apátrida en tu propio país, es cuando haces cosas que normalmente, en la comodidad de tu vida diaria, no harías.
Y bueno, leí y volví a leer, y me pregunté qué debía hacer. ¿Usar la misma estrategia que había usado con el gritón W. en el campo de juego? Facebook es el cuadrilátero perfecto para perder amigos. Para ganar adversarios. Para caer en el espectáculo público del sarcasmo y, así, llevar a las personas a la defensiva. A veces caigo en ese error. Pero a veces también hago otra cosa. Abro un documento de Word, ese espacio puro y sin público donde se puede razonar mejor, y escribo una carta. Lo he hecho con periodistas, con conductores de noticieros, con directivos de canales de televisión. E intento compartir con ellos algunas de las cosas que sé por experiencia propia o por ser testigo de ellas o porque las estudio en los libros. No lo hago por arrogancia. Lo hago porque las personas con poder, cuando están a la defensiva (casi siempre producto del intercambio público), se cierran como caracoles.
Era casi la 1 y 20 de la madrugada cuando apreté send.
* * *
Hola Renato: Leí tu columna sobre La Paisana Jacinta. Y quería ofrecerte mi ayuda sincera para que puedas ahondar en tu conocimiento sobre racismo en el arte y la comunicación. Vengo leyendo e investigando sobre el tema desde hace algún tiempo, y puedo compartir contigo algunas referencias que pueden darte una perspectiva más amplia del tema.
Por ejemplo, acá en los Estados Unidos, que es un país muy racista, sería imposible que una película así circule en circuitos comerciales. Una película que se puede entender como la imagen que tiene el mainstream (el poder) de una población vulnerable (los indígenas, los negros). Existía a principios del siglo pasado, y puedes buscar videos de Al Jolson en Youtube, un artistas blanco que se pintaba la cara de negro y hacía cosas para que la gente que no era negra se riera de ese negro de ficción que encarnaba los estereotipos de los negros de verdad. Eso es visto ahora como parte de la historia. Nada así se estrenaría en circuito comercial y no porque censuren esas expresiones, sino porque la sociedad y el mainstream han internalizado lo que es y no es el racismo. Ser racista acá equivale a ser pedófilo o violador de mujeres. Mira la equivalencia. Racista = pedófilo = violador.
Muchos políticos que han hablado mal de los negros (menos Trump) han pedido disculpas luego de haber dicho lo que dijeron. Es parte de la cultura gringa. Es parte de su democracia. Es lo que Trump ha puesto en crisis. Trump nunca se disculpa.
¿Qué pasó en los Estados Unidos que no ha pasado en el Perú? Pasó el Civil Rights Movement de los años sesenta -Martin Luther King, Malcolm X, James Baldwin- y pasó que hay muchos líderes y autores que siguen ese legado: Toni Morrison, Ta-Nehisi Coates, Teju Cole. Gente que escribe en primera persona, desde su experiencia como miembros de la comunidad negra, y que han creado una conciencia de los derechos de las minorías tan fuerte que ha llegado no solo a las escuelas sino a las empresas y al Estado. Para estrenar una película racista acá tendrías que ir en contra de todo ese nivel de conciencia cultural que ya lleva más de medio siglo. Tendrías que ser un apátrida, casi.
En el Perú, obviamente, no hemos tenido un gran movimiento de Derechos Civiles hasta ahora. Las mujeres han dado un primer gran paso pues están alzando sus voces y logrando, por ejemplo, que la Presidenta de la Comisión de la Mujer renuncie por decir lo que dijo.
En el caso del racismo, la conciencia colectiva de lo que es y no es, penosamente, es muy débil. Y en esa debilidad de conciencia es que existen Jorge Benavides y P. Butters. A Butters, por cierto, lo quitaron de la radio por presión de la ciudadanía. Lo mismo que a una serie de locutores que hacían apología de la violación. La gente pidió que los quitaran y los quitaron. Las empresas hicieron mea culpa. ¿Fue eso censura? No. Fue toma de conciencia, por parte de esas compañías, y se puede leer en sus comunicados.
Los indígenas quechuas no tienen cadenas de solidaridad (como las mujeres sí) ni líderes que puedan expresar y plantear en el circuito mainstream lo que en los Estados Unidos han planteado los autores que te he mencionado. No hay escritores quechuas que tengan el espacio y la atención para decir lo que, por ejemplo, dice Ta-Nehisi Coates en su libro Between The World and Me. En esa carta hermosísima dedicada a su hijo, él le pide, por favor, que sea lo que sea que haga, cuide su cuerpo. Porque ese cuerpo negro es mucho más frágil que un cuerpo de piel blanca. Mi hijo por fortuna no será negro, piensas cuando lo lees y te sientes mal de inmediato. ¿Te imaginas que tu hijo fuera indígena en el Perú, ese país donde la gente se reúne a reírse de una indígena, de su diferencia?
¿Cuál es nuestro Ta-Nehisi Coates? ¿Quién nos está explicando al mainstream peruano qué es ser indígena? ¿Quién nos está diciendo qué se siente tener esa piel y ser mirado con desprecio? ¿Qué escritor quechua nos está explicando lo que es estar en ese lado de la sociedad, donde, por ejemplo, es un sueño de opio tener espacios como los que tú tienes para publicar tus opiniones? Nadie. Decir lo que has dicho sin entender la profundidad del racismo es disfrutar del privilegio de que nadie te responda en el mismo nivel. ¿Te das cuenta? Ningún pensador quechua te responderá porque ningún escritor quechua ha llegado allí aún.
El tema de La paisana Jacinta no es sobre la libertad de expresión. Es sobre racismo. Hemos aceptado que la pornografía, por ejemplo, no se transmita en circuito mainstream ni en horario familiar y no llamamos a esto censura. ¿O sí? ¿Dónde pueden ver pornografía los que quieren verla? En Internet, en Polvos Azules, en algunos cines de la Colmena. ¿Por qué el racismo EN EL PERÚ sí goza del privilegio de circular en el circuito mainstream? Pues porque quienes deciden qué se pasa y qué no (igual que todas las personas que no ven el racismo en esa película) no han internalizado lo terrible que es esa tragedia. Como te contaba, en los Estados Unidos ha ocurrido ya. Se sabe. Al Jolson es historia y a Martin Luther King lo mataron por tener un sueño que casi se hace realidad 40 años después.
Las personas que hacemos activismo para que La paisana Jacinta (y otras formas de racismo) salgan del mainstream no buscamos la censura de ese producto. No buscamos que quemen las películas ni que destierren al director. Buscamos que el racismo y sus productos sean tratados de la misma manera que otras expresiones violentas, como la pedofilia y el machismo. Ni más ni menos. Que circule pero en esos circuitos marginales donde, quienes disfrutan de los productos de ese tipo, puedan hallarlos.
Buscamos que quienes deciden qué se pasa y qué no se pasa en las cadenas de cines tomen mayor conciencia de las consecuencias del racismo. ¿Te parece que el racismo merece más tolerancia que el machismo u otras formas de violencia? ¿Te parece que sí solo porque es popular?
Me he tomado la libertad y el tiempo de escribirte tan largo porque siento la responsabilidad de compartir lo que he aprendido. Lo hago todo el tiempo con muchas personas a las que estimo. Ojalá esto pueda darte una gota de curiosidad sobre todo lo que se escribe y debate y logra en torno al racismo fuera y, poco a poco, dentro del Perú.
Esta frase en particular me alarmó [es la única vez que el autor menciona la palabra “racismo” y no es para describir la película sino la actitud de quienes la denuncian]:
“pero pensar que la opinión de aquellos espectadores o seguidores no es importante —o peor, pensar que no saben lo que hacen, piensan ni consumen— es lo verdaderamente discriminador, lo verdaderamente racista”.
Los que pedimos que el racismo no se exponga en los cines no somos racistas. Llamarnos así es como aceptar que existe el racismo a la inversa. El racismo es una característica del sistema en que vivimos desde el siglo XVI, y te lo puedo explicar cuando quieras. Se puede desmontar. Se está desmontando lentamente. Y para ayudar, los autores que contamos con tribunas públicas tenemos que educarnos para saber qué es el racismo y qué tan profundo está metido en nuestra cotidianidad. En ti. En mí. En las miles de personas que disfrutan de esa película. Educarnos, Renato. Tenemos que educarnos en esa experiencia que no siempre hemos padecido. Igual que con el machismo. Hablemos cuando quieras. Un abrazo.
* * *
Pasó casi un día y no tuve respuesta. No importa mucho. Hoy la preocupación es otra. En unas horas volveré al campo de fútbol para jugar con mi equipo, y allí estará W. Empoderado por su piel. Porque este es su país. Porque, aunque hablo su idioma, no lo hago tan bien y me sale con un acento marcado que rebela mi origen.
Muchas veces, al teléfono, las personas me dicen que no me entienden, y tengo que deletrearles frases enteras. Y está bien. Es el costo de estar en un tierra distinta, ajena, y luchar para encajar. Sin embargo, me pregunto qué sienten las personas quechuas cuando, en su propio país, los tratamos como a extranjeros. Cuando los tratamos como a los negros en los Estados Unidos antes de la desegregación. Y cuando no tienen cómo contarnos en primera persona lo que se siente vivir así. Ser extranjero en tu propio país. Y peor aún. Que se reían de ti, de tu diferencia, a sala llena, en tu propia tierra.
W, allá voy.
Fuente: Lamula.pe